Oviedo, abril.

Oviedo, abril.

Para Toribio Fuentes, con respeto y agradecimiento.

La lluvia nos agota, nos abruma, nos naufraga en su gris interminable, pesado, sofocante. Todos los colores de la ciudad se disipan en un gris sordo y frío. Vagamos por las calles que no dan con ningún destino – solamente plazas despobladas y más calles salpicadas con paraguas negros huyendo del frío, de la humedad incesante, del mal humor de la región en la que nos encontramos. El único consuelo que tenemos es el verde de la vegetación: las hojitas recién nacidas en los árboles y las montañas verdes que engloban la ciudad nos recuerdan el sentido, la razón que tienen las lluvias.

Huimos del laberinto gris de la ciudad y andamos por las lomas de sus afueras. Ellas también parecen incapaces de aguantar las aguas: arroyos morenos fluyen imparables por los pastos verdes y las calles y las sendas buscando un lugar de descanso, de calor, de paz. Los caballos y las vacas se quedan inmóviles y cabizbajos, testigos silenciosos de la fuerza infatigable del tiempo. Las nubes no esconden las cumbres en la distancia sino también las montañas enteras e incluso la distancia misma.

Al anochecer volvemos a la ciudad para refugiarnos entre las farolas y callejones de adoquines y los borrachos. El jaleo y el humeante y sudoroso calor de juerga se vierten de las puertas y las ventanas de las sidrerías y los bares. Un vaso de cristal estalla entre los gritos y las risas y gatitos nerviosos y mojados esculcan resguardo bajo las ramas o en sótanos oscuros y sucios. La gente emerge por la noche de sus lugares de refugio para olvidarse en las calles y en los bares con amigos. Acurrucados alrededor de una botella o una baraja, hablan de todo – todo salvo la lluvia – para descansar y para poderles aguantar al día siguiente: un día como hoy, donde la única realidad es la grisura.

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